El destino de muchas personas está escrito, o al menos, el mío parece ser que sí lo estaba.
Desde muy muy pequeñito y sin uso de razón, ya decía que quería ser bombero para ayudar a los demás. Mi instinto ya me decía que lo que me haría feliz de verdad sería socorrer a los demás cuando tengan un apuro o sufran necesidades. Lo que no sabía realmente es que esa vocación iba a ir afianzándose sobre el campo de la medicina.
Siempre he sido un apasionado de la ciencia, me hacía igual de feliz un atlas de anatomía que un juguete como regalo de cumpleaños. He perdido la cuenta de los libros y revistas sobre ciencia que he leído y coleccionado a lo largo de mi infancia y juventud, sobre el universo, dinosaurios, animales e insectos, química y, ocupando la mayoría del volumen, sobre el cuerpo humano. Todo lo que descubría era insuficiente, porque, cuanto más aprendía, surgían más y más curiosidades. Una cosa ya tenía yo clara: quería ser científico.
Tanto en el colegio como en mi casa, nunca he dudado en echar una mano cuando fuese necesario y al que lo necesitase. Tenía especial empatía y preocupación por los más aislados del instituto, o por las injusticias que yo veía; siempre quería lo mejor para los demás, y no entendía porqué algunas personas y sociedades de este mundo no tuvieran derecho a no sufrir. Pero claro es verdad, que durante mi época de instituto poco me preocupaba mi futuro laboral, sino mis deberes diarios, superar los controles y jugar con mis amigos todo el máximo tiempo posible. Pero al llegar bachillerato, llegaba la hora de tomar una decisión muy importante para mi vida: ¿qué quiero estudiar en la universidad? Muchas opciones rondaban mi cabeza aún, pero siempre terminaba respondiendo que quería ser médico, aunque no lo tenía tan claro. Así que me decanté por la rama de ciencias de la salud.
Un acontecimiento en mi vida me hizo ver claramente que mi amor por la ciencia estaba totalmente vinculado a ayudar a los demás cuando pasé el primer curso de bachillerato. La nota que saqué no me llegaba para acceder a Medicina en la universidad, y empecé a plantearme seriamente mi futuro. En un principio pensé que cualquier opción relacionada con la ciencia me haría feliz, pero, tras hablar muchas veces con mi padre sobre el tema y con una psicóloga (que me ayudó a orientarme), supe que nada tendría sentido si no fuese médico el resto de mi vida; no me importaban todas las contras que me surgieran por escoger ese camino, porque ese camino, sólo con pensarlo, me hacía sentir enormemente feliz. Ya no podía imaginarme sin hacer otra cosa, así que decidí repetir el bachillerato voluntariamente para mejorar mi nota.
Este hecho me hizo encontrar a mi médico interior que estaba deseando salir a flote, y que desde entonces se va acrecentando conforme sumo experiencias a mi vida, no sólo relacionadas con mi formación como médico, sino de todos los aspectos que surgen del día a día. Hubo un año que flaqueó mi motivación para ser médico, atravesando una etapa de “burn out” personal, y me replanteé dicha profesión. Pero, el hecho de tratar con pacientes y ayudar de manera directa, me disolvieron cualquier duda brotada.
Además de todo esto, encuentro una motivación realmente importante para estudiar Medicina en el hecho de la Cooperación Internacional. Creo que no hay nada más satisfactorio que sentir que ayudas a personas que realmente lo necesitan para salir a flote de sus situaciones verdaderamente dramáticas. Siento que ser Médico es estar todo lo cerca que se puede estar de ser un creador de milagros (desde el punto de vista de enfermos y familiares). Aportas calor, tranquilidad, salud o calidad de vida, todo ello haciendo lo que más me gusta, una profesión a la que estoy aprendiendo a amar desde la humildad, la responsabilidad y la dedicación.